Me complace ofreceros de forma gratuita el primer capítulo de mi última novela COMPLICACIONES DE LA VIDA REAL: MÁS ALLÁ DE LO ABSURDO, con la ilusión de que os animéis a leerla.
CAPÍTULO 1
La Escuela de Idiomas
Martes, 13 de julio de 2010
Me lamenta muchísimo tener que dar
comienzo a este diario a raíz del día en que me meé en el hall de la Escuela
Oficial de Idiomas de mi ciudad. Al contrario de lo que pueda parecer, no fue
un acto de rebeldía o delincuencia, sino una simple acción de instantánea justicia
social endulzada con unas tranquilizantes gotas de venganza. Si llego a prever
una sola de las consecuencias que me conllevaría mi inocente gallardía, tal vez
no me hubiera atrevido a sacar el pito de su lugar correspondiente.
Todo se gestó cierta mañana de martes; cuando, una vez más, salí de casa sin orinar antes. Iba a arreglar cierto asunto, de carácter impositivo, a la delegación de Hacienda. A mitad de camino, ¡cómo no!, me entraron unas ganas terribles de hacer pis. Está situación me incomodó por dos razones: primero, no era capaz de encontrar un lugar cercano para, como debe de ser, satisfacer tales necesidades rápida y gratuitamente; y segundo, no entendía cómo era posible haber pasado, en media hora, de no tener ningunas ganas de evacuar a disponer de una vejiga a punto de reventarme.
Afortunadamente, o más bien
desgraciadamente, reparé en que al final de esa misma calle se ubicaba la
Escuela Oficial de Idiomas, y supuse que no existiría ningún problema para
descargar allí mi diminuto globo orgánico de residuos líquidos.
Accedí raudo y “cuasicorriendo” por
la extensa rampa adaptada para minusválidos, impulsándome, incluso con mis manos,
sobre la azulona barandilla, evitando hacer fuerza con las piernas por lo que
se pudiera escapar.
El distribuidor estaba vacío y yo no
conocía el edificio. La conjunción de ambos pormenores me delataría. En un primer
momento, paré en seco en el centro de la estancia. Me apretaba con los dedos,
en no sé qué sitio de mis partes exactamente, para cortar la imperante emanación. Mientras
tanto, giraba la cabeza, hacia uno y otro lado, intentando encontrar las
puertas o los carteles que me revelasen el camino a los servicios; y, en ese
crítico instante, escuché a mis espaldas una repelente voz femenina dirigiéndose
hacia mi persona.
―Perdone, ¿qué deseaba? ―al girar
sobre mi eje, advertí que se trataba de la conserje del lugar, apostada desde un
especie de caseta de guardia acristalada en su parte intermedia.
―¿Los servicios? ―solicité,
olvidándome del “por favor” ante la urgencia de mis necesidades.
―¿Es usted alumno de la escuela? ―la
pregunta me dejó fuera de juego. Yo esperaba eficaces indicaciones que me
solucionasen el problema, y me encontraba con un extraño y riguroso
interrogatorio.
―No ―contesté, ingenuamente, con
excesiva sinceridad, sin imaginar que la cuestión encerraba trampa.
―Entonces no puede usar los
servicios ―me contestó la mujer, tan campante, despreocupándose de mi delicada
tesitura.
En un primer instante, quedé
congelado, mirándola con cara de bobalicón; mas, en fugaces décimas de segundo,
la indignación se apoderó de todo mi ser, naciendo como un enérgico calambre
desde el estómago hasta los lóbulos de las orejas.
―¡Cómo que no! Esto es un sitio
público ―afirmé, como único argumento a mis derechos, recordando la propia
denominación del centro; si bien, no tenía claro si lo oficial era la escuela o
los idiomas.
―Lo siento, pero la escuela sólo es
para alumnos y profesores ―respondió, tajante en sus trece, la conserje con
cara de gorrino y voz de gorrino. En ese momento, me recordó a Porky, el
cerdito de los dibujos animados; y me pareció más repelente todavía.
―¡Oiga, esto es una institución pública
que yo pago con mis impuestos! ―le reproché, todavía más encendido.
―Se equivoca usted. La escuela es un
servicio, dependiente de la Junta, exclusivamente para uso de unos determinados
usuarios ―dijo La Porky, con odiosa calma y altivez en sus palabras, sin
aclararme absolutamente nada.
―¡Pero si sólo voy a mear! ―exhalé,
casi suplicando.
―Pues vaya a un bar ―se atrevió a
sugerir, sin imaginar que ese comentario era la gota que colmaba el vaso de mi
paciencia y, ya casi, también el de mi vejiga.
―Pero… ¿Por qué tengo que ir yo a un
bar obligatoriamente, y gastarme allí el dinero? ―le increpé, elevando el tono de
voz paulatinamente―. ¡Claro, como usted es funcionaria y cobra un buen sueldo a
final de mes, se lo puede permitir! ¡Le da todo igual; sienta el culo en el
taburete, y a pasar toda la mañana con tranquilidad! Pues, ¿sabe qué le digo?...
¡Que me da igual lo que diga porque voy a ir al servicio! ―le grité a La Porky,
perdiendo los estribos por completo.
―Como no se marche de aquí ahora
mismo, voy a tener que llamar a la policía ―me advirtió, no sé si por llevarse
el gato al agua para satisfacer su cabezonería, o porque se estaba asustando al
verme tan desquiciado. En cualquier caso, lo único que consiguió fue,
precisamente, lo que pretendía evitar.
―¿Me está amenazando? ¡Pues muy bien!
Para usted la perra gorda, no usaré los servicios; pero a ver si cree que me lo
voy a hacer en los pantalones. Le avisé de que no podía aguantarme más. Usted
se lo ha buscado; y esto, no es una amenaza, es un hecho ―tras esta acalorada
intervención, y para terminar de expulsar la ira que me estaba envenenando los
nervios, opté por descargarme, allí mismo, de mi incómoda carga.
Bajé la cremallera de mis vaqueros; volví a dar la espalda a La Porky, para
proteger mi pudor que aún estaba intacto, y, sacándome el pito, con bastante
más alivio que miedo, comencé a mear por todo el hall, dibujando, incluso,
enormes círculos, mientras me hablaba a mí mismo con el fin de desoír los
desquiciados gritos de la conserje.
―¿Lo ve? Ya está. Problema resuelto.
Ya no me hace falta usar los servicios ―dije, tranquilamente, desplazándome con
pequeños pasos mientras vertía el impaciente veneno que me había estado
quemando los esfínteres―. Ahora meo en las escaleras. Ahora en esta maceta.
Ahora un poquito por aquí…
Estuve así un buen rato. Lo
suficiente para descargar mi vejiga por completo. Las tornas se habían
cambiado, ahora era yo el que mantenía la calma y La Porky la que no paraba de
vociferar, manos en alto y alrededor de mí, sin saber qué hacer exactamente,
fundidos ambos en un curioso baile, en el que yo giraba sobre mi eje y ella
sobre mi persona, imitando así los movimientos de los astros celestes y de las
constelaciones espaciales.
―¡Pero, qué hace? ¡Pare, pare! ¡Voy
a llamar a la policía! ¡Está usted loco! ―gritaba la funcionaria, alertando,
incluso, a los de secretaría, que emergieron de no sé qué pasillo para
investigar el incidente.
Éstos, no tardaron en unirse a los
improperios de su compañera, juzgando precipitadamente la percepción de los
hechos.
―¡Pare usted, hombre! ¡Pero, qué se
ha creído? ¡Vaya a hacer el guarro a su casa, esto es una institución pública!
―me objetó uno, acercándose peligrosamente.
―¡Ah, ahora resulta que es una
institución pública! Yo creía que tenía carácter semiprivado, que pertenecía a
la Junta, como me explicaba su compañera que me ha impedido usar los servicios
―me defendía yo, señalando con el dedo a la culpable de todo― ¡Pregúntele,
pregúntele! A ver si me entero de si esto es público o privado.
De todo delincuente es sabido,
aunque yo no me considere como tal, que la mejor manera para que no te pille la
autoridad es salir por patas lo más rápidamente posible. En este punto radicó
mi error. Al ser yo novato en estas lides, y al quemarme el arrepentimiento, me
entretuve demasiado excusándome, inútilmente, mientras me marchaba con demasiada
tranquilidad.
―Lo siento mucho, pero la culpa la
ha tenido su compañera, por borde ―recuerdo que expliqué a los de secretaría a
modo de disculpa. Sin embargo, para mi sorpresa, el atolladero no acabaría sin
más.
Cuando por fin puse los pies en la
calle, un coche de policía se encontraba estacionando en doble fila. De él se
apearon dos agentes, casi al trote, en dirección a mi posición geográfica.
―¡Este hombre ha sido el culpable!
¡No ha parado de armar jaleo y se ha meado por todo el hall! ―me delataron a la
pasma los trabajadores del centro, que habían salido persiguiéndome en mi huída,
apuntándome acusadoramente, como si yo fuese el único culpable de toda la trifulca.
Finalmente, tras una algarabía de
confusas aclaraciones por parte de todos los presentes en el altercado, los
guardias optaron por llevarme a comisaría para prestar declaración y tramitar
la correspondiente denuncia.
Me dolió más la humillación de tener
que acompañar a los agentes en el vehículo oficial, considerado como un vulgar
maleante, que los 150 euros de multa que debería pagar, en el plazo de un mes,
salvo presentación de recurso de apelación.
―No me queda más remedio que
imponerle una sanción por maltrato de mobiliario público ―me comunicó el
policía desde su escritorio.
―No, mobiliario público no, de la
Junta, según me dijo la conserje. Y si me va a multar por eso, yo también
quiero ponerle una denuncia a esa señora por discriminación y abuso de poder
―abogué por mis derechos, bastante más calmado, pero rabioso ante el desenlace.
Lo que no puedo negar es que el
regustillo de la venganza mientras me orinaba en aquel hall, delante de las
narices de gorrino de La Porky, me supo a gloria. De eso sí me confieso culpable,
pero de nada más. Aunque, la verdad es que también he de matizar que el
incidente con la funcionaria no fue lo único que me hizo estallar; desde días
atrás, ya andaba un poco calentito como consecuencia de dos rotundos fracasos
en sendas entrevistas laborales en las que tenía puestas gran parte de mis
esperanzas.
Hace un par de meses que me hallo
intensamente sumido en la búsqueda de empleo. En este tiempo, he realizado tres
entrevistas y media. La primera fue para programador informático, puesto
alcanzable teniendo en cuenta mi nivel de estudios en esa rama (Ingeniero
Técnico de Informática de Sistemas). La empresa en cuestión era una firma muy
conocida que se dedicaba a realizar programas a encargo para PYMES. Necesitaban
a dos personas para desempeñar tales tareas, y allí me presenté yo con todas
mis ilusiones.
La entrevista fue normal, ni bien ni
mal; yo reunía los requisitos, pero, al parecer, no acabé de gustarles. No sé
si es que encontraron a otros mejores, o que no les gustó la primera impresión
que les ofrecí. A veces, tengo la sensación de que mi aspecto exterior es una
traba en mis posibilidades; como si, ¡yo qué sé por qué!, les debiera parecer
medio tonto o poco espabilado. Después de pensarlo en varias ocasiones, he
llegado a la conclusión de que es por mi anodina cara.
Mi atractivo se sitúa en un punto
intermedio que me perjudica. Yo me definiría como casi feo, pero sin llegar a
serlo del todo, por lo que no tengo ni la capacidad de atracción de los guapos,
ni la típica simpatía de los feos. A esta diatriba vengo ya dándole vueltas una
temporada. Mis huesos datan de hace 29 años, aunque quizás aparente treinta y
pocos. Soy blanco, de estatura media, y ni gordo ni flaco; si acaso, con un
poquito de barriga. Mi nariz es un pelín desproporcionada y ligeramente
ganchuda, pero, una vez más, sin llegar a ser horripilantemente original, del
montón diría yo. Para completar mi descripción, he de puntualizar que soy
moreno, sin barba ni perilla, y con cabeza de huevo. Lo peor es que, como dicen
hoy en día, se me ve un poquito el cartón o la seta, ¡vamos!, el equivalente a
la coronilla. En absoluto soy calvo, pero a veces creo que ese pequeño claro en
mi bosque capilar produce más repulsión
que si lo fuera. Por supuesto, a primera vista no se ve, aunque creo que aquí
reside, precisamente, el problema. Cuando alguien repara en mi minúscula calva,
le pilla un poco de sorpresa; se topa con ella inesperadamente y se ve obligado
a cambiar, a peor, la imagen que había creado de mí. Por tal motivo, creo
percibir cierto rechazo cuando el citado despoblamiento sale a relucir ante los
ojos de los demás.
Cualquiera capaz de imaginar el
conjunto de rasgos, puede formarse una idea cercana sobre mi aspecto físico, y así
entender que me catalogue como casi feo, casi insípido y casi bobo. Esto, al
contrario de lo que pueda parecer, es peor que ser feo, insípido y bobo por
completo. Por tanto, se trata de un
serio problema que tengo que remediar urgentemente.
A raíz de ello, se me ha ocurrido
una solución que podría funcionar. Consiste en ponerme gafas. He de aclarar que
veo perfectamente. Sé que no las necesito, pero creo que si me coloco una
bonita montura sobre la nariz, con unos cristales sin graduación, podría parecer,
incluso, un tio interesante. Otras opciones más radicales que se me han pasado
por la cabeza son: dejarme perilla o raparme al cero; si bien, de momento,
solamente me arriesgaré en lo de las gafas. Espero no toparme con ningún
inconveniente para conseguir algunas sin
graduación en cualquier oculista. Y debe de ser pronto, pues el plan consiste
en presentarme a la próxima entrevista laboral luciendo las mismas, y mostrando
así un nuevo look intelectual. A ver si, de este modo, gozo de algo más de suerte
en esta clase de batallas.
Retomando el tema del trabajo, he de relatar que la media entrevista a la que hacía referencia anteriormente, resultó consistir en un puesto de administrativo para una compañía de seguros. Me la proporcionó el INEM mediante citación por correo. Solamente me indicaban hora y dirección, los detalles del puesto se los guardaron, por lo que me encaminé hacia allí un tanto desorientado.
La mujer que me entrevistó se mostró
amable, y me escuchó sin interrumpirme mientras le informaba sobre mi
experiencia profesional y mis estudios. Sin embargo, cuando ella tomó la
palabra, lo que salió de su boquita fue lo siguiente: «Lo siento, pero es que
queremos una chica. No se lo hemos comentado al INEM porque quizás no sea muy
conveniente que lo sepan. Lo lamento mucho. Si quieres te firmo la citación
para que la entregues, y así ya puedes marcharte. Siento mucho las molestias».
En resumen, pasé por una entrevista
en la que no existía posibilidad laboral para mi persona. De aquí, que la
catalogue como media entrevista.
Avanzando un poco más en el tiempo,
relataré, brevemente, las otras dos
entrevistas que me quedan por referir; realizadas ambas en esta última semana,
y en las cuales volví a fallar estrepitosamente.
El viernes pasado se me valoró para
un trabajo, a jornada parcial, en una academia como profesor de informática. A
priori, cumplía los requisitos. El que, supongo, era el dueño del negocio, me
escrudiñó inquisitivamente durante todo el rato. Al término de la misma, me
comunicó, para mi infortunio, que no cumplía el perfil que buscaba. Yo requerí
el motivo, y él lo justificó divagando con que era muy joven y que buscaban a
alguien todavía más experimentado. Una respuesta así es semejante a la
irrevocable decisión de un tribunal de antidopaje. Por ejemplo, cuando
sancionan a un ciclista por dar positivo en lo que sea, éste lo tiene más crudo
que un homosexual en Irán, ya puede aportar toda clase de pruebas en su defensa
que no le salva ni Dios. De igual modo, a mí tampoco me hubiera servido de nada
insistir más. La única respuesta fue marcharme, cabizbajo, por donde había
venido.
Por último, ayer lunes accedí a
rebajar mis aspiraciones, casi por desesperación, en la caza de un puesto de
repartidor de periódicos y revistas. Se trataba de una pequeña empresa de
distribución de prensa. Lo que más interesaba al propietario era contratar a una
persona trabajadora, responsable y de fiar. Las tareas se centrarían, en el
reparto, con la ayuda de una furgoneta de considerable tamaño, a los
quioscos de la zona. El carnet de
conducir, en su versión básica, bastaba para conducirla. Yo lo tengo desde hace
6 años y, de momento, no he fallado ni en un mísero roce de aparcamiento;
aunque, quizás, me favorezca el hecho de que no tengo coche.
En cualquier caso, con este panorama
todo parecía transcurrir propiciamente.
Y, de hecho, así sucedía hasta que el
dueño se enteró de que el título de ingeniero técnico informático constaba
entre mis aptitudes. Ante mi sorpresa, asombro y estupefacción, este detalle
lanzó al traste toda la operación. Me recomendó que buscase algo mejor. No deseaba
contratar a alguien con tantos estudios para que, en 2 ó 3 meses, se hartara
del puesto y dejase a la empresa en la estacada. Aquí acabó todo. No hubo nada
que hacer. Paradójicamente, mi elevada formación profesional me perjudicó en
lugar de ayudarme. ¿Podría considerarse una discriminación? Yo diría que sí, aunque
así se las gasta la vida frecuentemente.
Es comprensible, por tanto, el
estado de tensión al que ha estado sometido mi sistema nervioso en los últimos
días. Bastaba otro simple incidente de vulneración de mis derechos
constitucionales, para hacerme perder la razón y estallar como una bomba de
relojería. Esperaba, por tanto, humildemente, que la autoridad fuese indulgente,
y que no tuviese demasiado en cuenta la actitud de delicuentillo de barrio de
la que hice gala en el hall de la escuela de idiomas. Sin embargo, raro es el
policía que se mete en la piel de un acusado; y ésta no iba a ser la excepción.
De tal modo, que la cuestión principal es que, después de aquel desgraciado
incidente, regresé a casa con una nota entre las manos que decía:
POR EL AGENTE Nº…… 856…...HA SIDO CONSTADADO A LAS....12:00…….HORAS DEL DÍA….13 de julio de 2010… QUE EN…. la escuela de
idiomas de la ciudad……SE HAN
PRODUCIDO LOS SIGUIENTES HECHOS:…..maltratar
mobiliario público mediante micciones, así como alteración del orden en el
susodicho recinto……..
OBSERVACIONES:….el imputado declara
que se le negó reiteradamente el acceso a los baños…..
LOS HECHOS SON
CONSTITUTIVOS DE INFRACCIÓN, ATRIBUYÉNDOSE LA RESPONSABILIDAD DE LOS MISMOS A….Wenceslao Carrasco Sotomayor…..CON DNI…. xxxxxxx-x, Y QUE DEBERÁ PAGAR 150 EUROS DE SANCIÓN.
Incluía algunos datos más como alegaciones,
opciones de recurso, y firma. Sin embargo, me he limitado a transcribir lo más interesante.
Al menos, prescindieron de retratar
mi perfil al igual que hacen en las películas, y tal y como suelen proceder con
los peores maleantes, a los que se les abre directamente un expediente para su
colección de antecedentes.
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